lunes, 18 de enero de 2021

RED DEAD REDEMPTION II. MUERTE Y DUELO

Spoilers.

Vestí a mi personaje de negro en cuanto intuí que se acercaba su final. Era inevitable y ¿Por qué no? Si el sistema permite un adorno poético, démosle algo de imagen al asunto. Ahí quedó, efectivamente. Traicionado por su mentor y ni siquiera vencido por su oponente. Simplemente abandonado. Resignado y descansando la tos mientras el bello atardecer se despedía. Recostado sobre una piedra de una montaña, Iba vestido todo, de riguroso luto.

Así terminó mi periplo con Arthur Morgan, pero después y para mi gran regocijo me dieron el control de John Marston, mozo de granja ocasional. En mi cabeza de jugador se cocía una idea poderosa mientras reunía montones de estiercol, ordeñaba vacas y clavaba cercados. En cuanto tuviera oportunidad buscaría aquel lugar.

Recordaba los sitios de Annesburg, Grizzlies Este y Beard Hollow. Habrían pasado meses… quizá años, pero tenía que volver. Arthur tuvo sus miedos al final pese a su imponente porte, lo reconoció, pero sus últimos esfuerzos fueron encaminados a salvar a Marston y los suyos, a darles una vida mejor. Probablemente la vida que él habría querido para sí. Se lo debía.

Haría el mismo camino que hice en su última misión, aquella en la que decidí ayudar al compañero antes que ir por el dinero de Dutch. Que ya habrá tiempo.

Alguien había clavado una cruz y lucían flores en algún lugar cercano en una montaña, con bonitas vistas. También habían escrito el nombre. Yacía en paz, supongo.

Como tenía su diario allí, todo quedó anotado, con peor letra y mucho peores los dibujos. Hay cierta elegancia y majestuosidad en la escena y en cómo ha sucedido todo. Duro pero bello. No debe quedar así.

De regreso pasaría por el último hogar conocido de nuestra banda.

El campamento estaba tomado por los repugnantes Murfree, amigos del desmembramiento. No lo dudé ni un instante. El sitio se llenó de furia y rabia y sangre y muerte. Todos salieron de la cueva y todos cayeron con gritos atroces y retorcidos atravesados por mi plomo.

Los amontoné uno a uno, cerca del lugar donde poníamos el caldero del guiso y les lancé una botella incendiaria.

No ardieron.

Llovía a mares.

No hay comentarios:

Publicar un comentario