Estaba ciego pero ahora ya veo.
Nada
como meter las manos en la tierra mojada y notar su textura poderosa, antigua.
Nada como blandir un hacha y talar aquí y allá lo que el instinto dicte para
dejar sitio a un nuevo brote. Sentir la resistencia de la naturaleza a ser
cortada, como la merma de tu resistencia al cabo.
Arar primero el perímetro del
mejor espantapájaros, después fertilizante básico a la tierra abierta. Sembrar
y regar al final y después cada día. Todo un orden correcto.
Plantar patatas en primavera; rojos
melones en verano. Cargarlos en tu espalda finalmente y de ahí al cajón.
Distinguir
los verdes por días y segar la hierba que lleva en el lugar tiempo, antes que uno.
Una vida por la de otros. La vida de todos.
Si no riegas tus plantas secan pero
si no cortas la hojarasca se acabará apoderando de todo y crecerán árboles
fuertes. Nada se pierde.
Al poco te das cuenta de que cada
golpe en roca, gota de agua, cada corte en madera o anzuelo mordido es tu
propio yo cicatrizando y aprendes a respetarlo. La granja te riega a ti para
que no te seques, te pelea y te desfonda cada gota de sudor. Nunca beber agua
fue beber hasta ahora y nunca excavar, ahondar la mina fue tanto ahondar en uno
mismo.
Los problemas de antaño no
existen. El día que amanece lloviendo es bendición; no hay que regar.
Cojo mi
espada oxidada y mis botas especiales y me adentro en la mina. Buena provisión
de fruta para recuperar. He descendido 15 niveles en sus adentros.
Alguien ha montado un ascensor.
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